Cuentos y leyendas nauas de la huasteca veracruzana
Publicado pororlandoguillen11 marzo, 2024
Publicado en A Re Vista!
Hace no muchos pero sí ya algunos años me enteré por Alejandro Méndez, músico del grupo Tribu, de la muerte de Bonifacio Hernández. Me quedé esperando mi grabación de estos textos cuyo master obra en poder de este grupo pues con sus integrantes de entonces lo realicé; a lo mejor no lo encontró o a lo mejor uno de estos días me llega… Subo esto ahora a la memoria de Bonifacio…
Orlando Guillén •
Cuentos y leyendas tradicionales de los nauas de la huasteca veracruzana, narrados por Bonifacio Hernández •
[Tomado de la revista El machete, México, 1981] •
El jueves 30 de julio en entrevista con Javier Molina denuncié públicamente el atentado que contra mi trabajo como intérprete de los textos que el título ampara pretendía cometer, unilateralmente, el jefe del Archivo Etnográfico Audiovisual del Instituto Nacional Indigenista, retractándose de su propia aprobación y a pesar de la erogación realizada por horas de grabación de la dependencia a su cargo –que me significaron, por lo demás, otras tantas de trabajo, por las cuales (por estricta decisión personal) no percibí ingreso alguno. Ha otorgado con el silencio al callar el funcionario. Pero ahora tengo información de que no cesó en su empeño y anda en busca de otra voz para sustituir la mía. Publico aquí el contenido de ese disco, más una mínima introducción explicatoria, para que los lectores en general y las personas vinculadas a la cultura y al arte comprendan con toda claridad la razón de mi interés.
1 Introducción
Está a punto de perderse, embestida por la masificación y por la indiferencia hacia este tipo de manifestaciones del espíritu nacional, la dispersa y rica tradición narrativa cuya raíz se hunde en el pasado preespañol, la que proviene de ligazones sincréticas coloniales, y aún la que el tiempo ha terminado por decantar como mestiza, y que subsisten precariamente entre los hablantes de las distintas lenguas vernáculas o en nuestro propio idioma, en el medio indígena y en comunidades marginadas a lo largo de todo el territorio del país.
La muestra de cuentos y leyendas tradicionales de los nauas de la huasteca veracruzana que en este lugar ofrezco, llamará seguramente el interés sobre el problema, dada la intensidad y la hondura de los textos recogidos.
Bonifacio Hernández Flores nació hace treinta años en Joya Chica, pequeña comunidad naua perteneciente al municipio de Ixhuatlán de Madero, Veracruz. Agricultor y ejidatario, Bonifacio terminó sus estudios de primaria, cosa que en su medio constituye la excepción y no la regla. Poseedor de un claro talento narrativo, estos cuentos le deben no el hilo argumental pero sí la forma. Bonifacio Hernández es, además, músico ritual de Costumbre (ceremonia sincrética que funciona como rogativa agrícola o como agradecimiento por la calidad de la cosecha, según el caso). Ahí se desempeña como violinista.
El autor de estas líneas pudo establecer la versión literaria de los textos sobre la base de las versiones literales del propio Bonifacio y de la maestra Librada Martínez Martínez.
2 El material
El alacrán y el zanate
Cuando el alacrán vino al mundo vino con la intención de matar a quien picara. Pero para que ello fuera posible tenía que ayunar siete días. Iba ya en el sexto día de su abstinencia cuando volando volando llegó a pararse por ahí en el suelo un zanate. El alacrán estaba acostado junto a una piedra. Aunque con miedo, el zanate le preguntó: «¿Qué haces, alacrancito?». Y el alacrán le contestó: «Pues, yo aquí estoy ayunando». «Y, ¿por qué?», le preguntó el zanate: «Ah, porque a quien yo pique se tiene que morir, y para eso yo tengo que ayunar siete días. Esa es la misión que cumplo. Ya nomás me falta un día». El zanate le dijo: «Hum… No creo que lo logres, porque eres bien chiquito. Mejor, lo que hubieras de hacer, es comer como yo. ¡Si vieras que contento me pongo cuando estoy lleno!». Pero el alacrán buscaba razones y se defendía. Entonces el zanate tuvo una idea, y le dijo: «A ver, pícame mejor en una pata, a ver si de veras picas fuerte». El alacrán, molesto, le picó una pata, y el zanate le dijo: «No sentí nada… Mejor ya come, ya no estés sufriendo», y el alacrán comenzó a comer de su pata. Ya mero terminaba, cuando el zanate voló hasta la rama de un árbol, chillando fuertemente, porque los piquetes del alacrán fueron tremendos. Es desde entonces que por donde anda el zanate se oye claramente cómo chilla. Fuerte fue el piquete en verdad, pero el zanate salvó al hombre de este mundo de morir picado de alacrán.
El dios del fuego
Este era un señor que nomás se la pasaba en su casa, sentado cerca de la lumbre y no salía ni siquiera a trabajar. Pero como su mujer sabía los poderes que tenía, nunca le decía nada.
Cuando se vino el tiempo de tumbar monte para quemar y hacer milpa, desde temprano sus cuñados salían a tumbar monte, y ya casi para terminar la roza fueron a visitar a su cuñado y le dijeron que cuándo iba a comenzar a rozar, que el tiempo se estaba pasando y que de qué iba a comer su hermana si él no trabajaba. Y no contentos con esta regañada, todavía le pegaron con una reata. Un día después el señor de la lumbre le dijo a su mujer que le hiciera tortillas porque iba a ir a su terreno a trabajar. Cuando llegó, lo que hizo fue un caminito alrededor de la milpa, y como al medio día le pegó fuego. De las grandes llamas que salieron hasta el cielo se nubló por la humazón, y en el pueblo todos se asustaron. Al volver a su casa le dijo a su señora que al otro día iba a ir a sembrar y que con que le pusiera una medida de a litro de maíz, y con que le matara un pollo estaba bien.
Al día siguiente a la siembra acudieron a ayudarlo el zanate, la cotorra, el pichpi, el pavorreal, el jabalí, el conejo, el armadillo, el venado, el tejón, el mapache y otros animales.
Cuando llegaron los trabajadores su mujer ya había puesto la mesa y en seguida se sentaron a comer. A todos la comida les pareció excelente y abundante, menos al armadillo. Había un pedazo de carne en cada plato y chilito y tortillas para cada quién. Pero el armadillo se empezó a burlar del señor de la casa, y decía que para él era muy chiquito el pedazo que le había tocado y que con eso no se iba a llenar. Entonces el señor de la lumbre le dijo que comiera y que si quería más que pidiera. Y el armadillo empezó a comer y a comer y la carne no se acababa, y comía y comía y la carne no se acababa, hasta que le reventó la panza, y entonces, entre los demás tuvieron que cosérsela, y por eso es que los armadillos hasta la fecha tienen en la panza unas arrugas como una cicatriz que rodara.
Pocos días más adelante el señor de la lumbre decidió marcharse de aquel pueblo donde no lo querían y lo criticaban diciendo que no era una persona como todos sino un dios o un demonio.
Entonces llamó a su mujer y le dijo que se iba del pueblo porque ahí no lo querían, y mucho menos sus propios cuñados que tan mal lo habían tratado, y que al irse se llevaba la lumbre, pero que a ella le iba a permitir que siguiera comiendo cocido; que tomara la masa y echara la tortilla, y que se la pusiera debajo del sobaco, y que así ya saldría cocida. Y así fue: la señora comía las tortillas cocidas, pero los demás no. Las otras mujeres se metían las tortillas debajo del sobaco y las tortillas salían crudas. Entonces las gentes del pueblo llorando se fueron a pedir a la señora que fuera a ver a su esposo, que le pidiera que volviera, que ya todos sabían que él era un dios, y que ellos en el pueblo estaban llorando por él. Compadecida, la señora aceptó ir en busca de su esposo, quien se había ido a sentar al pie de un chijol en un cerro. Entonces el señor de la lumbre le dijo a su mujer: «Si quieres que yo regrese, voy a regresar, pero será con una condición: que me traigan hasta el cerro dos muchachas hermosas y vírgenes, y que la gente venga tocando sones de flor, y que traigan muchas flores y coronas». Y cuando la ofrenda se cumplió al pie del cerro, el señor de la lumbre volvió al pueblo, y con él volvió el fuego a las casas, y todos pudieron volver a comer cocido.
Unos días después, el señor de la lumbre dijo a su mujer que sólo había venido a dejar la lumbre en las casas y que se regresaba al cerro bajo el chijol. Por eso el chijol florea y anuncia la seca, y por eso hay sones de Costumbre para que llueva, sones de flor.
El juramento
Esta era una pareja de jóvenes que se amaban y aunque el amor entre los dos era recíproco, el marido quería probar si el sentimiento de su mujer hacia él era verdadero. Un día le dijo a su mujer: «Yo te quiero muchísimo, te quiero más que a mí mismo, te quiero más que a todo el oro del mundo, y quiero jurarte que si mueres yo habré de morir también». Y su esposa le contestó: «Te creo, porque yo también te quiero igual, y me hacen muy feliz tus palabras sinceras. Yo tampoco podré vivir sin ti». Y así establecieron un juramento para siempre.
Entonces un día el marido salió a trabajar al monte, donde estaba con sus peones desrramando árboles, árboles de los más grandes. A uno de estos se subió el joven, y se amarró a modo de no caerse, para trabajar. Y como ya se había puesto de acuerdo con sus trabajadores, desde arriba les gritó: «Ahorita se van juntos a mi casa y le dicen a mi señora que yo me caí de un árbol y me maté; que aliste todo en la casa para cuando ustedes me lleven». Los peones así lo hicieron. Llegaron todos con la cara triste a dar la mala noticia a la esposa, quien rompió en llanto; en seguida se retiraron para ir a traer al falso difunto. Recordando su juramento, sin más pensarlo la mujer buscó una soga y se colgó. Cuando los peones volvieron cargando al marido, se encontraron con el cadáver de la esposa colgando de una viga, con la lengua de fuera. El señor se arrepintió mil veces de su actitud pero no tuvo más remedio que enterrar a su esposa.
El marido, que era huérfano y no tenía a nadie más en el mundo, cada vez que iba a la milpa perdía el interés de trabajar: nomás se quedaba pensando en su señora y se ponía a llorar al pie de un árbol. Y uno de esos días que fue a la milpa a trabajar y no pudo y se sentó a llorar al pie del árbol, llegó volando un gavilán y se paró y le preguntó por qué lloraba. El hombre miró hacia arriba, vio al gavilán parado en una rama, y le contestó que él sufría de una gran tristeza por la pérdida de su esposa, y le refirió lo sucedido. Y así, durante varios días, el gavilán acompañaba al hombre que lloraba su desgracia. Uno de esos días el gavilán le dijo que ya no llorara tanto, que si tanto quería a su esposa, que si de veras no la podía olvidar y quería verla de nuevo, que él lo podía ayudar, y le dijo que tenía que ayunar siete días, y que si en esos siete días comía algo se quedaría para siempre allá donde ella estaba. «Vete», le dijo; «con este pañuelo vas a emprender tu camino; primero encontrarás cruces pequeñas, pero cuando encuentres una grande, allí estará tu esposa. Cuando llegues entrégale el pañuelo; ella ya sabe lo que quiere decir». El hombre hizo lo que le dijo el gavilán, y cuando vio una cruz grande, efectivamente encontró ahí a su mujer, y le entregó el pañuelo. En seguida le dijo que la quería mucho y que la extrañaba y que por eso había venido a verla, pero que ahora podrían regresar y vivir juntos. La mujer estaba cocinando muy ocupada y le contestó que ella ni lo conocía, que vivía muy feliz con su marido. En eso llegó el nuevo marido de la señora y le preguntó que quién era ese señor, y ella le respondió que era su tío. «Ah», dijo el marido, «entonces dale de comer, que ha de venir cansado y ha de tener hambre». Después de comer, el nuevo marido, que era un arriero, salió otra vez a la cosecha y regresó ya de noche con sus bestias cargadas de maíz. El arriero y su mujer se fueron a dormir a su cuarto y a él le dieron otra habitación. Cuando el arriero se hubo dormido, el primer marido buscó una soga y se acercó hasta donde ella dormía y comenzó a amarrarla para llevársela. Pero cuando quiso cargarla, un montón de huesos cayeron al suelo. Entonces el hombre vio que estaba solo con la muerte en el cementerio.
La muerte
Existe la creencia de que antiguamente uno no se moría sino que a los siete días volvía a la vida. Esto precisamente fue lo que pudo ver un señor cuya esposa murió joven y dejó a sus pequeños hijos desamparados. Cuando el señor aquel se iba a trabajar a su milpa, la difunta volvía a la vida y se presentaba en su casa, y barría y lavaba, y bañaba y peinaba a los niños, y hacía las tortillas y, en fin, todo lo dejaba arreglado antes del medio día en que su marido regresaba a comer, y se iba entonces, recomendándoles a los niños que no le dijeran a nadie que era ella quien hacía los quehaceres de la casa, y mucho menos a su padre.
Al señor no dejaba de extrañarle lo que pasaba en su casa, pues él mismo había sepultado a su esposa y no había quién hiciera el quehacer. Un día le preguntó a sus hijos y ellos le dijeron que su mamá venía por las mañanas. Entonces el esposo estuvo vigilante al día siguiente y sorprendió a su mujer haciendo la comida, y la vio muy hermosa. Cuando ella se dio cuenta le dijo que no se le acercara, y que no la fuera a tocar, porque si lo hacía ya jamás volvería a verla. Pero el hombre contestó que la veía muy hermosa y que quería estrecharla entre sus brazos. Y sin pensarlo más, el hombre fue a abrazarla, pero apenas la hubo tocado sus huesos se desparramaron por el suelo, y tuvo que volver a enterrarlos, y la señora ya nunca volvió.
La diosa de la sal
En tiempos muy antiguos el hombre tomaba sus alimentos ya sea cocidos o crudos pero sin sal. En aquellos tiempos hubo un señor que trabajaba todos los días su milpa, y era el único que tenía la dicha de comer cocido y con sal: solamente él era afortunado al comer la comida con sabor; pero no sabía que su esposa sacaba la sal de su propio cuerpo.
Un día su esposa invitó a las cuñadas a comer mole, y como la comida les pareció muy sabrosa, le preguntaron que cómo le hacía para hacer la comida con sabor. Ella se negaba a decirles la verdad, pero las cuñadas insistían en el asunto. Tanto insistieron que por fin les dijo que cuando ella se bañaba, tallaba las gotitas de agua que quedaban en su cuerpo, con la mano para abajo, y las atajaba con un trasto, al caer en el cual se volvían terrones de sal, y que con eso hacía la comida. La señora de la sal les había dicho la verdad, pero también les pidió que guardaran el secreto, porque si su marido lo sabía le iba a pegar. Entonces las cuñadas corrieron a contarle a su hermano, pero este no les creyó. Entonces volvieron con la señora y le pidieron que les regalara unos terrones de sal, dizque para que ellas también pudieran hacer la comida con sabor. Pero era sólo una mentira: le llevaron los terrones de sal al esposo, quien así quedó convencido. Un día, pues, se dispuso a vigilar a su esposa cuando fuera a bañarse, y comprobó que de verdad era cierto lo que le habían dicho sus hermanas: cuando su mujer terminó de bañarse, talló su cuerpo con las manos, atajó con un plato las gotas de agua, y lo llenó de pura sal. El hombre se alejó del lugar y la fue a esperar a su casa. Allí la regañó y la regañó y luego la cuarteó brutalmente mientras le decía que cómo podía darle a comer porquería de su cuerpo, que cómo podía ser su mujer tan cochina. Ella comenzó a llorar y a llorar hasta que al hombre le dio lástima y empezó a consolarla, pero todo lo que hizo fue en vano porque ella seguía llorando y llorando. Entonces vinieron las cuñadas y también le suplicaron que se callara, pero tampoco pudieron consolarla. Entonces la señora de la sal le dijo a su marido: «Yo te daba de comer todo bien preparado y con sabor; comías a tu gusto, y nadie comía como tú; pero como me has pegado, como me has cuarteado brutalmente, y como no quiero que me vuelvas a hacer lo mismo, me voy a ir para siempre… Sólo te pido que me traigas mi batea».
El cielo se había nublado desde el momento en que ella comenzó a llorar, y en seguida empezó a tronar y a relampaguear y se vino de pronto un tremendo aguacero, y los arroyos y los ríos se crecieron, y entonces tomó de manos de su marido la batea, se subió en ella y se metió al agua, y su marido y sus cuñadas le rogaban que regresara, pero sus ruegos fueron inútiles, porque ella se metió al agua y se fue al mar para siempre… Por eso cuando llora uno las lágrimas tienen sabor a sal, y el mar también está salado como lágrimas, porque allí se encuentra la diosa de la sal.
El hijo del trueno
Esta era una anciana muy enojona que por cualquier cosa de nada te trataba golpeado. Y esta anciana tenía una hija muy bonita a quien cupo la suerte de vivir martirizada por su madre. La mujer no dejaba nunca salir a su hija ni platicar con nadie y la vigilaba y la regañaba. Cuando iba a lavar al arroyo la dejaba encerrada en un cajón grande donde cabía muy bien; y como el arroyo estaba cerca, la mujer oía a su hija que se reía, y regresaba y abría la caja, y le preguntaba que con quién se estaba riendo, y la hija le decía que con nadie. Y así pasó el tiempo y entonces la mujer vino a darse cuenta que su hija estaba embarazada. La mujer lanzó rayos de coraje, pero ya nada podía hacer. Tiempo después nació el hijo de aquella joven.
Al ver a su nieto lo primero que pensó la abuela fue en matarlo y comérselo sin que se diera cuenta la muchacha. Algunos días después la abuela mandó a su hija a lavar al arroyo, y le dijo que dejara al niño durmiendo en la cuna. La abuela bruja lo mató y lo hizo en mole. De regreso de lavar, a medio día, la madre del niño venía ya con hambre. Entonces su madre, que la esperaba con rico mole, le dijo: «Siéntate, ya come, que el niño sigue durmiendo». La madre se sentó a comer, pero cuando se llevaba el bocado a la boca, la carne le habló diciéndole que no la comiera, que era su propio hijo, y que si se la comía, de verdad iba a morir. La madre se levantó y fue a la cuna, y ahí sólo encontró una tabla bien arropada con pañales y cobijas que la abuela había preparado para que ella no se diera cuenta en seguida. La madre se puso muy triste y le reclamó a la abuela que por qué había matado al niño, y ella le dijo que porque no lo quería, porque no tenía padre. Entonces, como nadie se comió la comida, la madre la recogió y la fue a enterrar en el patio. A los seis días nació una mata de maíz. La abuela al verla se enojó mucho y mandó al conejo que la trozara y se la comiera. A los pocos días la abuela salió a ver si estaba todavía la mata de maíz en el patio: había una mazorca bien llegada, y al pie el conejo muerto. La abuela de un jalón arrancó la mazorca y la desgranó; después puso el grano a hervir, pero la olla se partió en dos; entonces llevó el nixtamal para molerlo al metate, pero el metate y la mano de metate se quebraron por la mitad, y entonces, muy enojada, cogió el nixtamal y lo fue a tirar al río, para que se lo comieran los peces, pero el nixtamal volvió a ser el niño, y los peces sólo le comieron la carne, y los huesos en la orilla del río comenzaron a llorar. La virgen María allá en el cielo oyó que un niño lloraba a la orilla del agua. Bajó a ver y vio que era un niño cuyo cuerpo se habían comido los peces, y llamó a estos y les dijo que devolvieran la carne que habían comido, y los peces le obedecieron, y el niño volvió a quedar como siempre: como si nada le hubiera pasado. La virgen le encargó a la tortuga que lo cuidase, y la tortuga así lo hizo; llevaba siempre al niño sobre su espalda, y como él era muy travieso, le rasguñaba el caparazón, y es por eso que las tortugas tienen tantas rayas en la espalda. Así pasaron los días y el niño creció, y un día quiso visitar a su madre, y le pidió permiso a la tortuga, a la que llamaba tía, y ella se lo concedió. Y se fue a ver a su madre, a quien halló sentadita, muy triste, cosiendo ropa a la puerta de su casa. El niño se subió a un árbol junto a la casa, y desde ahí comenzó a tirarle hojas a su madre, y las hojas iban a caer sobre la costura. La mamá alzó la vista y vio a su hijo. El niño le dijo que no hiciera ruido, porque los iba a escuchar su abuela. La mamá le dijo que la abuela estaba en el patio, y después hablaron de todo lo que había sucedido. Luego, el niño dijo: «Voy a ver a mi abuela». Su madre le contestó: «Mejor no vayas, porque te puede matar». El niño la tranquilizó diciéndole que no se preocupara, que ya vería que nada iba a poder hacerle. Y se fue a ver a su abuela. La abuela se había quitado el cuero cabelludo y lo estaba espulgando para quitarle los piojos. El niño juntó un poco de tierra, se subió al tapanco, y desde allí le echó tierra en la cabeza, sin que ella se diera cuenta. Cuando la abuela quiso volverse a poner su cuero cabelludo, no había modo de que pegara de nuevo en la cabeza, y rompió en llanto. Entonces apareció su nieto y le dijo: «Ya no llores, abuela; yo te voy a ayudar: te quitaré el polvo de la cabeza». Y en seguida se transformó en mosquito y volando y volando en menos de un minuto ya le había quitado todo el polvo, y la abuela pudo volver a pegar el cuero cabelludo a su cabeza. Entonces quedaron frente a frente, y el niño muy decidido le dijo a su abuela: «Aunque yo sea un niño y tú una señora, ¿qué te parece, abuela, si vemos quién puede más?» Y como su abuela estuvo de acuerdo, el niño le dijo: «Yo voy a regar en el suelo una taza de ajonjolí, y cuando regrese ya tú la habrás recogido toda, sin tierra y sin nada». Cuando regresó encontró que su abuela había juntado sólo un poco, y hasta eso con tierra, y se burló de ella y le dijo: «Así no, abuela: echaste mucha basura». Entonces la abuela le dijo: «Bueno…; pero ahora me toca a mí… Yo voy a regar un litro de alegría, y luego me voy a bañar; cuando regrese, ya la habrás juntado toda». El niño llamó a los pájaros para que lo ayudaran, y en un minuto ya había recogido toda la alegría.
Cuando regresó la abuela, el niño le dijo: «Ahora vamos a ver quién gana; los dos traeremos agua del río en una red, y tú vas a ir primero». Fue y volvió la abuela, pero trajo la red vacía y ella venía toda mojada, y el niño volvió a burlarse de ella y se fue al río y regresó con el agua dentro de la red. Al verlo, la abuela estalló de ira, porque en todo su nieto le iba ganando, y dijo: «Ahora yo te voy a quemar», y le echó leña al horno, y cuando estaba ardiendo metió al niño. Pero antes de entrar al horno, el niño ya se había convertido en mosquito, y se fue volando. La abuela le echó más leña, y cuando oyó que tronó, pensó que ahí acababan los días de su nieto. Al otro día se levantó temprano y cogió una bandeja y un cuchillo y ya iba a destapar el horno cuando atrás le habló su nieto diciendo: «Pensabas comerme muerto y cocido, ¿no…? Pero aquí estoy, y ahora me toca a mí»; y el niño le metió más leña al horno, y cuando ya estuvo candente, la aventó en él. Luego sacó las cenizas y le encargó al sapo que fuera a tirarlas al agua, advirtiéndole que no fuera a destapar la caja en que las llevaba. Pero como el sapo oía un ruido dentro de la caja, la destapó, y entonces salieron toda clase de moscas ponzoñosas y empezaron a picarlo. Rápido, el sapo cerró la caja y la tiró al mar. El sapo llegó como lo conocemos ahora todo roñoso de piquetes de moscas a contarle al niño lo sucedido.
Al otro día el niño afiló su cuchillo y emprendió el camino al mar, donde se encontró con un enorme lagarto que quería devorarlo. Entonces el niño le dijo: «Si quieres comerme, necesitas abrir más la trompa». El lagarto abrió más la trompa, y, en eso, el niño le cortó la lengua con su cuchillo, y el lagarto se fue, herido de muerte, y se quedó su lengua relampagueando. Entonces el niño dijo: «Esto va a servir para dejar caer rayos». Y la subió al cielo.
San Juan
Había una vez una familia formada por un señor y una señora que no tenían hijos. El señor era muy trabajador y en el mes de junio sembraba calabazas. Cuando se dieran, pensaba, las iban a comer tiernas o macizas. Pero la mata se extendió y se extendió y se extendió y no daba nada, hasta que por fin dio una calabaza. Como era la única la cuidaba mucho, y no la quiso cortar tierna; quiso que amacizara bien, porque era una calabaza grande, un poco larga.
Pasó el tiempo y una mañana cuando el señor llegó a su milpa encontró la calabaza partida por la mitad: en medio se encontraba un niño recién nacido, llorando y llorando. Con delicada ternura paterna aquel señor levantó al niño, lo cargó y lo llevó a su mujer para que le diera de mamar. Pero como la señora no tenía hijos no sabía cómo atenderlo y, además, se había sorprendido mucho de que un niño naciera de una calabaza.
En la casa de la familia comenzó a reunirse mucha gente atraída por la gran noticia. El niño lloraba y lloraba y algunas mujeres le ofrecieron su pecho para que mamara, pero el niño no quiso mamar y seguía llorando y llorando. Entonces lo sahumaron con copal y fue como vino a quedarse dormido; desde ahí, cada que lloraba le ponían copal. Y, así, aquel niño que nunca quiso chichi, fue creciendo poco a poco, y pronto, como todos, empezó a caminar.
Como sus padres lo querían mucho, mandaron al niño a la escuela, pero en la escuela se volvió muy rebelde y muy peleonero, y entonces el señor pensó en bautizarlo y en que su padrino fuera el cura, para que le echara agua bendita y a ver si así se componía estando en la casa de Dios. Así lo hicieron, pero el niño seguía igual de malo y de travieso. A él sólo le gustaba ir al arroyo a bañarse, y cuando jugaba con el agua el agua se crecía y se crecía, y eso era lo que más le gustaba. Por eso, cuando iba a la escuela, mejor agarraba para el río, y hubo un día en que se fue con sus compañeros y, cuando ya todos estaban dentro del río, empezó a jugar con el agua y el agua se creció y se creció, y sus compañeros murieron ahogados. Entonces se enojaron mucho los padres de los niños ahogados y le fueron a reclamar al cura y a los señores que eran sus padres, pero ellos qué cosa le podían hacer a Juan, si era una criatura… Entonces su padre, viendo que a Juan todo le daba igual, se enojó y le dijo: «Pues si estás más contento en el río que en la casa, vete a vivir al río». Entonces Juan le dijo a su padrino: «Si lo que quieren es que me vaya, pues sí, me voy. Sólo quiero pedirte un gran favor: que me des un bastón para el camino». El cura le dio el bastón y el niño caminando se metió en el agua, y se formó un gran remolino, y se escuchó un gran ruido, hasta que desapareció y en el agua hizo su casa. Por eso cada 24 de junio llueve mucho y hay muchos truenos, porque es el día de San Juan, y ese día se oye la fuerza y el mando que tiene sobre el mar, que fue su casa.
(1981) •
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